viernes, 31 de agosto de 2012

-SAN ANTONIO DE PADUA-


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-SAN ANTONIO DE PADUA-

DOCTOR EVANGÉLICO

Este ilustre varón nació en Lisboa en 1195, criándose en el seno de una noble familia portuguesa; su infancia y juventud transcurrió en un país imbuido en el espíritu de la Reconquista contra la presencia musulmana.

Sus padres, Martín y María, lo bautizaron con el nombre de FERNANDO y le educaron bajo la doctrina de Cristo. Desde pequeño practicaba, con profunda devoción y simpatía, la caridad con los pobres, siguiendo el ejemplo de sus padres; la bondad era una de sus características más notables, así como la de hacer algún milagro, como el siguiente:

"Un día, cuenta la leyenda, su padre le confía que guarde un campo de trigo para que no lo malogren los pájaros glotones. De pronto Fernando recuerda que es la hora de su oración y por nada del mundo se la quiere perder; entonces llama a los gorriones y los encierra en un chamizo sin techo y les prohíbe que salgan de allí para picotear el trigo.

Vuelve su padre y no ve a Fernando. Lo busca por todas partes hasta que lo encuentra en la catedral, y le pregunta enseguida si había cumplido su encargo. El niño le dice que le acompañara y le enseñó donde los tenía encerrados. El padre quedó admiradísimo y dio gracias a Dios en su corazón por ese tesoro de hijo que tenía".

Fue llevado a la cercana escuela de la Catedral de Lisboa para que aprendiera allí hasta los quince años.

Después estudió en los monasterios de San Vicente de Fora y Santa Cruz de Coimbra de los Canónigos Regulares de San Agustín.

En su biografía reflejada en la "Vita Prima" o "Asidua" se trazan en breves párrafos la crisis de la adolescencia, de tentaciones y deseos carnales.

Hacia 1219 decide tomar el hábito canónigo de los agustinos.

En 1220 cuando tenía veinticinco años, un día mientras estaba de portero en el monasterio de Santa Cruz de Coimbra llegaron unos hermanos franciscanos al monasterio, estaban de paso por la ciudad y se dirigían hacia España y Marruecos para dar la doctrina de Cristo.

Aquel encuentro de Fernando con los franciscanos le causó una gran impresión, sus hábitos, su manera de presentarse sin pretensiones, su libertad de todo apego material.

Únicamente vivían de la limosna.

Contrastaba estas cuestiones fuertemente con la riqueza del monasterio en que residía y con los abusos de los que era personalmente testigo.

Su prior Juan Cesar provenía de la nobleza y manejaba los bienes del monasterio, llevando una vida sin escrúpulos; tanto fue así que el Papa Inocencio III ordenó varias indagaciones contra él.

Viendo todas estas cuestiones Fernando, no era de extrañar que en su corazón empezara a nacer un sentimiento de simpatía hacia los nuevos hermanos franciscanos.

Pero el choque definitivo fue cuando algunos meses más tarde, los cuerpos de esos hermanos franciscanos fueron traídos de Marruecos, donde acababan de padecer el martirio.

Él, en esos instantes, quería seguirles para llegar a ser uno de los mártires. En la "Asidua" se narra:

"Cuando el infante Don Pedro trajo de Marruecos las reliquias de los santos mártires franciscanos... Fernando al oír las maravillas que realizaban por sus meritos... decía en su corazón:

¡Oh, si el Altísimo me dejará a mí compartir la corona de sus santos mártires! ¡Si la cimitarra (sable árabe) del verdugo me hiriera también a mí! ¿Tendré la gracia de verlo?, ¿encontraré un día esa dicha?"

No lejos de la ciudad de Coimbra, en un lugar llamado "San Antonio", vivían algunos Hermanos Menores franciscanos que, aunque iletrados, enseñaban con sus actos la sustancia de las divinas escrituras.

Estos hermanos, fieles a la regla de su fraternidad, iban con frecuencia a pedir limosna al monasterio en que vivía Fernando.

Un día Fernando, habiendo acudido a saludarles, según su costumbre, les dijo:

"Hermanos, deseo vivamente vestir el sayal de vuestra orden si me prometéis enviarme, cuando sea uno de los vuestros, al país de los sarracenos; es que espero compartir la corona de vuestros santos mártires".

Los hermanos llenos de alegría, decidieron que al día siguiente le darían el hábito, sin más dilación. Mas antes tenía que pedir permiso al responsable del monasterio, don Cesar.

Sorprendido pero aliviado le dio el consentimiento de marchar, ya que, según él, Fernando era un religioso modelo pero demasiado molesto para él, debido a su rectitud y a su franqueza.

Al día siguiente muy temprano, llegaron los hermanos y según lo convenido, vistieron rápidamente al servidor de Dios, en el mismo monasterio, con el hábito de San Francisco.

Cuando estaba dejando el monasterio, uno de los canónigos lleno de melancolía le dijo:

"¡Vete, vete, llegarás a ser un santo!".

Al cambiar de orden y de casa, Fernando también cambió el nombre y se puso el de ANTONIO, en recuerdo a la antigua ermita del desierto.

Casi inmediatamente después, se le autorizó para embarcar hacia Marruecos a fin de predicar el Evangelio a los moros.

Pero al poco de llegar a aquellas tierras, donde pensaba conquistar la gloria, fue atacado por una grave enfermedad (hidropesía), que le dejó postrado e incapacitado durante varios meses y, a fin de cuentas, fue necesario devolverlo a Europa.

La nave en que se embarcó, empujada por fuertes vientos, se desvió y fue a parar en Messina, la capital de Sicilia.

Con grandes penalidades, viajó desde la isla a la ciudad de Asís donde, según le habían informado sus hermanos en Sicilia, iba a llevarse a cabo un capítulo general.

Aquella fue la gran asamblea de 1221; estuvo presidido por el hermano Elías como vicario general y San Francisco sentado a sus pies, estaba presente.

Indudablemente que aquella reunión impresionó hondamente al joven fraile portugués.

Tras la clausura, los hermanos regresaron a los puestos que se les habían señalado, y Antonio fue a hacerse cargo de la solitaria ermita de San Paolo, cerca de Forli, donde cuando no se le veía entregado a la oración en la capilla o en la cueva donde vivía, estaba al servicio de los otros frailes, ocupado sobre todo en la limpieza de los platos y cacharros, después del almuerzo comunal.

Mas no estaban destinadas a permanecer ocultas los extraordinarios dones intelectuales y espirituales del joven y enfermizo fraile que nunca hablaba de sí mismo.

Sucedió que al celebrarse una ordenación en Forli, los candidatos franciscanos y dominicos se reunieron en el convento de los Frailes Menores de aquella ciudad.

Seguramente a causa de algún malentendido, ninguno de los dominicos había acudido ya preparado a pronunciar el acostumbrado discurso durante la ceremonia y, como ninguno de los franciscanos se sentía capaz de tomar la palabra, se ordenó a San Antonio, ahí presente, que fuese a hablar y que dijese lo que el Espíritu Santo le inspirara.

El joven obedeció sin chistar y, desde que abrió la boca hasta que terminó su improvisado discurso, todos los presentes le escucharon como arrobados, embargados por la emoción y por el asombro, a causa de la elocuencia, el fervor y la sabiduría de que hizo gala el orador.


En cuanto el ministro provincial tuvo noticias sobre los talentos desplegados por el joven fraile portugués, lo mandó llamar a su solitaria ermita y lo envió a predicar a varias partes de la Romagna, una región que, por entonces, abarcaba toda la Lombardía.

En un momento, Antonio pasó de la oscuridad a la luz de la fama y obtuvo, sobre todo, resonantes éxitos en la conversión de gentes alejadas de la fe, que abundaban en el norte de Italia, y que, en muchos casos, eran hombres de cierta posición y educación, a los que podía llegar con argumentos razonables y ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras.

En una ocasión, cuando los herejes de Rímini le impedían al pueblo acudir a sus sermones, San Antonio se fue a la orilla del mar y empezó a gritar:

"Oigan la palabra de Dios, Uds. los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar".

A su llamado acudieron miles y miles de peces que sacudían la cabeza en señal de aprobación. Aquel milagro se conoció y conmovió a la ciudad, impactados en sus corazones, le pedían arrodillados a los pies de San Antonio, su predicación de la vida y de la fe cristiana.

Con su gran devoción a las almas, en cuaresma creía oportuno predicar al pueblo la penitencia de los pecados y a pesar de estar muy enfermo de hidropesía, San Antonio predicaba los 40 días de cuaresma, desde la salida del sol a la puesta, instruyendo, predicando, oyendo confesiones y ayunando.

La gente presionaba para tocarlo y le arrancaban pedazos del hábito, hasta el punto que hacía falta designar un grupo de hombres para protegerlo después de los sermones.

Además de la misión de predicador, se le dio el cargo de lector en teología entre sus hermanos. Aquella fue la primera vez que un miembro de la Orden Franciscana cumplía con aquella función. En una carta que, por lo general, se considera como perteneciente a San Francisco, se confirma este nombramiento con las siguientes palabras:

"Al muy amado hermano Antonio, el hermano Francisco le saluda en Jesucristo. Me complace en extremo que seas tú el que lea la sagrada teología a los frailes, siempre que esos estudios no afecten al santo espíritu de plegaria y devoción que está de acuerdo con nuestra regla".

Sin embargo, se advirtió cada vez con mayor claridad que, la verdadera misión del hermano Antonio estaba en la predicación pública.

Poseía todas las cualidades del predicador: ciencia, elocuencia, un gran poder de persuasión, un ardiente celo por el bien de las almas y una voz sonora y bien timbrada que llegaba muy lejos.

Por otra parte, se afirmaba que estaba dotado con el poder de obrar milagros (se le llamó el Taumaturgo de Padua) y, a pesar de que era de corta estatura y con cierta inclinación a la corpulencia, poseía una personalidad extraordinariamente atractiva, casi magnética.

A veces, bastaba su presencia para que los pecadores cayesen de rodillas a sus pies; parecía que de su persona irradiaba la santidad.

A donde quiera que fuera, las gentes le seguían en tropel para escucharle, y con eso había para que los criminales empedernidos, los indiferentes y los herejes, pidiesen confesión.

Las gentes cerraban sus tiendas, oficinas y talleres para asistir a sus sermones. Muchas veces sucedió que algunas mujeres salieron antes del alba o permanecieron toda la noche en la iglesia, para conseguir un lugar cerca del púlpito.

Con frecuencia, las iglesias eran insuficientes para contener a los enormes auditorios y, para que nadie dejara de oírle, a menudo predicaba en las plazas públicas y en los mercados.

San Antonio atraía muchas gentes de todas partes que querían oír la palabra de vida y conseguir, con su fe, la salud del alma procedente del santo.

Un autor contemporáneo del santo, habló de sus predicaciones en Padua diciendo:

"Era de ver como en medio de las tinieblas de la noche acudían militares y señores nobles, gente acostumbrada a pasar gran parte del día entregados al sueño en camas de muelles, y no obstante sin dar indicios de la menor molestia, se anticipaban a la llegada del predicador.

Ancianos, jóvenes, hombres y mujeres de toda edad y condición, se apresuraban con ansia. Todos dejaban los trajes de lujo y se presentaban tan modesto que podríamos llamar religioso.

Hasta el obispo de Padua, iba con su clero a la predicación del santo, dando ejemplo de cómo le tenían que escuchar.

Se reunieron treinta mil y no se oía ni una voz, ni un murmullo, parecían un solo hombre. Los que tenían sus negocios, no empezaban hasta que él terminaba.

Las mujeres iban con tijeras para cortar un trocito de su hábito, como reliquia y felices de haberle tocado."

San Antonio fue discípulo escogido y compañero de San Francisco de Asís, y éste le llamaba su obispo.

Una vez San Antonio predicó en el Consistorio, delante del Papa, de los cardenales y de personas de diferentes naciones y lenguas. Al hablar de la palabra de Dios, le entendieron todos claramente, como si hubiera hablado en todas las lenguas. Asombrados, unos a otros se decían:

"¿No es de España este que predica? ¿Y cómo es que oímos todos su habla en las lenguas de nuestras tierras?". Maravillado también el Papa dijo: "Verdaderamente que éste es Arca del Testamento y Armario de la Sagrada Escritura"

En sus últimos años, el lugar de residencia de San Antonio fue Padua, una ciudad donde anteriormente había trabajado, donde todos le amaban y veneraban y donde, en mayor grado que en cualquier otra parte, tuvo el privilegio de ver los abundantísimos frutos de su ministerio.

Porque no solamente escuchaban sus sermones multitudes enormes, sino que éstos obtuvieron una muy amplia y general reforma de conducta.

Las ancestrales disputas familiares se arreglaron definitivamente, los prisioneros quedaron en libertad y muchos de los que habían obtenido ganancias ilícitas las restituyeron, a veces en público, dejando títulos y dineros a los pies de San Antonio, para que éste los devolviera a sus legítimos dueños.

Para beneficio de los pobres, denunció y combatió el muy ampliamente practicado vicio de la usura y luchó para que las autoridades aprobasen la ley que eximía de la pena de prisión a los deudores que se manifestasen dispuestos a desprenderse de sus posesiones para pagar a sus acreedores.

Se dice que también se enfrentó abiertamente con el violento duque Eccelino para exigirle que dejase en libertad a ciertos ciudadanos de Verona que el duque había encarcelado.

A pesar de que no consiguió realizar sus propósitos en favor de los presos, su actitud nos demuestra el respeto y la veneración de que gozaba, ya que se afirma que el duque le escuchó con paciencia y se le permitió partir, sin que nadie le molestara.

Después de predicar una serie de sermones durante la primavera de 1231, la salud de San Antonio comenzó a ceder y se retiró a descansar, con otros dos frailes, a los bosques de Camposampiero.

Bien pronto se dio cuenta de que sus días estaban contados y entonces pidió que le llevasen a Padua.

No llegó vivo más que a los aledaños de la ciudad. El 13 de junio de 1231, en la habitación particular del capellán de las Clarisas Pobres de Arcella recibió los últimos sacramentos.

Entonó un canto a la Stma. Virgen y sonriendo dijo: "Veo venir a Nuestro Señor", y murió. Era el 13 de junio de 1231. La gente recorría las calles diciendo: "¡Ha muerto un santo! ¡Ha muerto un santo!". Al morir tenía tan sólo treinta y cinco años de edad.

El V. M. Samael Aun Weor habla en su libro "La Gran Rebelión" de San Antonio de Padua y San Francisco de Asís, diciendo:

"Insignes maestros Cristificados, descubrieron dentro de su interior los yoes de la perdición, sufrieron lo indecible y no hay duda de que a base de trabajos conscientes y padecimientos voluntarios, lograron reducir a polvareda cósmica a todo ese conjunto de elementos inhumanos que en su interior vivían. Recordemos las tentaciones de San Antonio, o las abominaciones contra las que tuvo que luchar San Francisco de Asís. Esos santos se Cristificaron y regresaron al punto de partida original después de haber sufrido mucho"

San Antonio fue canonizado antes de que hubiese transcurrido un año de su muerte; en esa ocasión, el Papa Gregorio IX pronunció la antífona "O doctor optime" en su honor y, de esta manera, se anticipó en siete siglos a la fecha del año 1946, cuando el Papa Pío XII declaró a San Antonio "Doctor de la Iglesia", y es llamado Doctor Evangélico. Se le festeja el 13 de junio.

Se le llama el "Milagroso San Antonio" por ser interminable lista de favores y beneficios que ha obtenido del cielo para sus devotos, desde el momento de su muerte. San Antonio es el patrón de los pobres, dado el amor que el Santo tuvo a los pobres ya desde su niñez, cuando iba con su madre a visitar a los pobres. También lo han tomado como patrón los viajeros, albañiles, panaderos y los papeleros. A él se acude para remediar la esterilidad, la fiebre, las epidemias de los animales, para encontrar objetos perdidos y para pedir un buen esposo/a.

En las imágenes de San Antonio siempre resalta su juventud (pues era joven durante los años que ejerció el apostolado); vestido con el hábito franciscano suele llevar un lirio blanco (símbolo de pureza), un libro (la Biblia de la que era gran conocedor y que predicaba con gran elocuencia), y el Niño Jesús. Con el Niño en brazos se indica su familiaridad con Jesucristo o su probada encarnación del Crestos.

R.S.
Texto tomado del “Círculo de la Investigación de la Antropología Gnóstica”.









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